jueves, 9 de junio de 2011

Chilenos en el infierno: Favelas de Río de Janeriro

  
Hacía calor. Intenso, sofocante. Casi insoportable. Era tarde cuando el avión TAM aterrizó en Río de Janeiro. Sabía de la existencia de Pato, un chileno que según me habían contado, viviría en una de las favelas de la ciudad. Mi misión era encontrarlo. Hice varias llamados hasta que logré dar con un dato queme pareció confiable.

Me subí al taxi y le pregunté cómo estaba el ambiente en las favelas, sabiendo que hace pocos días hubo un enfrentamiento donde murieron ocho personas y un menor de cuatro años. Me miró fijo por el retrovisor. Abrió sus ojos grandes y profundamente negros y me dijo que las favelas están en guerra. Silencio. Segundos interminables donde solamente se escuchaba el sonido del aire acondicionado del taxi de José Carlos, bajo la mirada de ese Cristo Redentor de abrazo eterno y generoso, como el que esta ciudad me regalaba recién llegando.

Arribamos a Copacaba. Los turistas colapsaban las calles. Seguí las indicaciones que mi contacto uruguayo me había dado hasta que encontré a un hombre joven, de barba, pelo largo y sombrero sentado detrás de un mesón de artesanía. Nuestras miradas se cruzaron e inmediatamente supe que era Patricio. Sonriente, amable, tremendamente conversador. Comenzó a contarme su vida casi sin espacio para las preguntas. Sus ojos brillaban, sus manos acompañaban el relato. Sin parar. Contándome de sus miedos, de sus temores, de su amor por su familia, sus hijos, su mujer. Lleva casi 7 años viviendo en favelas. No le alcanza para más, me dice. En favela no se paga luz, ni agua y se cuelgan al cable. Para su realidad económica es la mejor alternativa, pero también el camino más peligroso, arriesgado. Casi temerario.

Mientras hablábamos sentí que le costaba comprender que yo quisiera ir a las favelas. Que quisiera conocer sus vidas, sus mundos. Para ellos es la realidad habitual, el día a día al que ya están acostumbrados, en el que han criado a sus hijos y al que regresan cuando terminan cada noche en la feria artesanal de Copacaba. Supongo que le llama la atención que alguien deseara sumergirse de forma voluntaria en ese mundo.

Me contó que salieron de Chile hace años con Yolanda, su mujer, en busca de nuevas perspectivas, de nuevos horizontes, de una mayor calidad de vida como artesanos. Por sobre todo de una mayor dignidad, me dice. Su relato es del corazón. Me cuenta que vivieron por años en la favela Cantagalo, una de las más peligrosas de Río que está ubicada en un cerro justo frente a Copacabana. Época de miedo, temor, desconfianza, inseguridad, amenazas constantes e intranquilidad. Así resume su paso por Cantagalo. Me cuenta cómo está organizado el “bando”, cómo operan los bandidos. La verdadera pesadilla que vivieron y siguen viviendo a diario.

La crónica de su vida cotidiana es apasionante. Pato parecía portar una sonrisa indeleble, perpetua, a prueba de adversidades. Estaba de constante buen humor, en un rasgo que creo que es el que mejor lo define. Aunque con lo poco riguroso que resulta generalizar, creo que está movido, al igual que el espíritu de este pueblo, por un optimismo invencible.

Me contó de armas, de cómo vio morir a “moradores” a los cuales los bandido les ponían neumáticos hasta el cuello para luego bañarlos en combustible y quemarlos vivos. Cómo se cruzaban a diarios con las armas, con las granadas, con gente tremendamente violenta.

Pato y Yoli tienen tres niños. Dos niñitas y un hombre. Los dos menores son brasileros. Eso les facilita las cosas, dice. Me cuenta que su hijo menor nació con un retraso motor. Y relata emocionado como en Brasil le han dado una mano ante esta delicada situación. Como en el hospital tiene un doctor de cabecera, kinesiólogo para el tratamiento e incluso una tarjeta para no pagar en la movilización pública. Eso jamás lo hubiésemos tenido en Chile, me dice.

Entre la conversación comienza a llover y poco a poco los turistas se esconden y desaparecen. Lo mismo hicimos nosotros. Pato y yo desarmamos su puesto cerca de las 12:00 de la noche. Me cuenta que consiguieron autorización para vender ahí hace poco. Antes lo hacían en la playa, con todas las dificultades que eso lleva. Hacen artesanía con piedras semi preciosas, con semillas. Collares, colgantes, aros, pulseras. Un trabajo tremendamente minucioso y de gran precisión.

Me dice que Yoli nos espera en la favela. Yo lo pienso. Es tarde, de noche y yo tengo que volver al hotel. Sin embargo, la curiosidad por sumergirme lo antes posible en ese mundillo fue superior y accedí a la invitación. Nos encaramamos en una kombi (como les dicen a las pequeñas camionetas que trasladan a los habitantes de estas barriadas marginales) que nos dejaría a los pies de la favela Vidigal, terminando la playa Ipanema.

Estaba oscuro. Solamente algunas luces indicaban lo empinado del ascenso. Las marcas de bala en las paredes son señal inequívoca de que estoy entrando a una zona en la que, ante la ausencia del Estado brasilero, el poder se encuentra en manos de los traficantes, tantas veces inmersos en luchas intestintas, con facciones rivales y también con la policía según me cuenta Pato. Me pide con evidente preocupación que no saque la cámara para grabar. Sigo sus instrucciones, ya que no quiero exponerlo a sufrir las represalias de lo que yo pueda hacer de forma imprudente. Un acto mal interpretado puede costarle caro. La cultura del miedo condiciona su vida cotidiana.

Subimos mil escalones. Pasillos estrechos y oscuros. Se siente el nerviosismo, la potencial amenaza. Seguimos subiendo escalas como 10 o 15 minutos hasta llegar a su casa. Los vecinos nos saludan. Las viviendas son diminutas: pequeñas cocinas, living angosto y dos piezas en el segundo piso. Las ventanas y las puertas abiertas para hacer frente al calor.

Yoli estaba esperándonos. Es una mujer joven. De ojos verdes intensos, de sonrisa cautivante y muy acogedora. Conversamos por más de una hora hasta que decido volver a Río. Ya era muy tarde. Bajamos por las escalas, una de ellas es “la de la muerte”, me dice Pato.

Una vez abajo, en la calle, dos jóvenes armados desde arriba nos empiezan a gritar. Están bien arriba en el cerro, pero los alcanzamos a ver. Pato está nervioso. 6.000 niños están armados en las favelas. Miles de ellos mueren cada año, víctimas de los enfrentamientos armados, entre la policía y los narcotraficantes que dominan estos territorios abandonados y absolutamente desamparados. Muchas de estas víctimas son pobladores inocentes.

Pato me dice que no los mire y que me suba al primer taxi que pase. Lo hago, nos despedimos y rápidamente escapo. Me quedo preocupado por él y lo llamo llegando al hotel. Me dice que está bien y que solamente querían saber quién era yo.

Estar en una favela es una experiencia delirante. No hay dos días iguales. Y cada rincón, cada encuentro, alberga la promesa latente de un descubrimiento, de una lección que aprender. Surgen mil preguntas, ¿Qué las trajo hasta aquí? ¿Por qué optaron por vivir en medio de este peligro inminente? ¿Cómo lo hacen para criar a sus hijos en un lugar en el que las armas y la droga se lucen a plena luz del día?

Al día siguiente llego con mi bolso a la favela de Pato. Quería vivenciar todo lo que me hablaban. Verlo, sentirlo y en la medida de lo posible registrarlo.

Conocí a Cecilia y Orlando. Son amigos de Pato y Yoli. Un matrimonio chileno que vive hace más de 7 años en Brasil. Me cuentan que fueron “moradores” una favela tipo “Ciudad de Dios”. Es decir, no favelas de cerro, sino planas. Me cuentan lo que vivieron. Que su casa estaba justo en la “boca”, es decir, en el mismo lugar donde los narcotraficantes venden cocaína y otras drogas. Vieron de todo. Muertes, violencia, abusos. Se refugiaron en su casa atemorizados por las represalias. Por el miedo profundo de morir solamente porque a un bandido no le gustó algo que dijeron o como lo miraron. Cecilia se emociona cuando recuerda. Tienen 20 años de matrimonio y 3 hijas. Son artesanos del cuero. Hacen carteras, bolsas y billeteras con sus propias manos y talento. Son entretenidos y tienen mil historias que contar.

Fuimos a hablar con el Gerente de la favela. Ellos me cuentan que en todos estos años viviendo en favela, jamás habían llegado a hablar con un gerente. Que los atemorizaba mucho, no obstante lo hacían por la empatía que logramos. Con cámara en mano subimos a la “boca”. El lugar donde opera el bando y donde se comercializa la droga. Ellos iban tremendamente nerviosos. Transpiraban. Casi no hablaban. Las callejuelas estrechas, las casas a medio construir, los niños negritos cruzándose, los gritos de la gente, las miradas intimidantes. El escenario por donde nos movíamos evidentemente era amenazador e inseguro. Finalmente llegamos a “la boca”. Había hombres armados y un joven de bigote sentado en una mesa llena de billetes apilados. Nos saluda de mano y nos hace tomar asiento. Los chilenos tímidamente comienzan a introducir el tema. Que yo quería entrevistarlos, saber cómo viven chilenos en favelas, y grabar el entorno. Mientras Pato habla yo miro el costado del pantalón del gerente. Usa un cinto con un arma. Me ve que lo miro y se cubre la pistola con la polera. No dice nada. Solamente escucha a Pato. Luego es mi turno. Algo de portugués hablo, e intento explicarle nuestro foco, nuestra intención. Le digo que soy periodista chileno y que quiero, además de todo lo que ellos habían anticipado, entrevistarlo a él y grabar a su gente. Sorpresivamente accede pero, con el compromiso que usarán pasamontañas. Me cuenta que todos los lunes le entrega a cada policía del sector 550 reales, es decir 300 dólares por su silencio. Todos los lunes 300 dólares. Una cifra no menor para dejar libre su negocio de venta de droga. Corrupción institucionalizada. Conseguir la autorización de los capos del narcotráfico que dominan esta favelas no me daba ningún grado de confianza o de certeza, menos de seguridad. Los gerentes son los jefes de las bandas de narcotráfico que rigen la vida de la favela. Ellos dominan con el temor, definen las reglas, hacen de jueces, andan armados y están dispuestos a matar.

Todos me comentan que los gerentes son intocables e invisibles: viven en el anonimato, son personajes míticos dentro de la favela, conocidos por la crueldad de los asesinatos que cometen .

Esa noche en la favela Vidigal se escucharon disparos. Nadie en la casa de Pato se preocupó mucho. Yo observaba con detención y con todos mis sentidos abiertos.

Vivir en una favela dominada por un grupo armado implica no poder salir por las noches, escuchar disparos a casi todas horas, asustarse si algún familiar se demora al volver del trabajo, estar constantemente rodeado de armas, de la posibilidad latente de un enfrentamiento. Una realidad estresante y absolutamente agotadora.

Aunque la perspectiva de las favelas que tuve a lo largo de mi estadía fue la del narcotráfico y las armas, lo cierto es que la realidad de estos barrios marginales es gente como Pato, Yoli, Orlando y Cecilia. Personas que bajan cada día a trabajar a la ciudad, que luchan con honestidad por sacar adelante a los suyos. Ellos son la favela, humildes trabajadores que intentan estar lo más cerca posible de las fuentes de empleo, y que sufren más que nadie la violencia tanto de los traficantes como de la policía.

Al día siguiente decidimos, en compañía de otro chileno llamado Gelo, recorrer tres favelas muy peligrosas: Cantagalo, donde vivieron ellos, Pavón y Pavoncinho.

Caminamos muchísimo. Bajamos Vidigal, cruzamos Ipanema y frente a Copacabana comenzamos a subir mientras me cuentan la muerte de Tim Lopez, un periodista muerto grabando en una favela. Me dicen que era conciente del riesgo que corría, pero quería denunciar los abusos a menores en los bailes funkies de las noches y la ausencia del estado en las favelas. Los propios moradores, preocupados por sus hijos, lo habían llamado, agregan. Pato y Gelo dicen que tras una semana de intensa búsqueda en la favela, durante la cual las autoridades nacionales y locales se acusaron de ineficiencia, la policía anunció que Tim Lopes había sido asesinado. Las declaraciones de dos traficantes detenidos, Fernando Sátiro da Silva, alias “Frei”, y Reinaldo Amaral de Jesus, alias “Cabe”, resultaron decisivas. Según ellos, Tim fue identificado como el autor del reportaje “Feirao do Po”, en el que denunciaba con cámara oculta cómo se vendía abiertamente droga en la favela, y por el que varios criminales entraron en prisión. El periodista Tim Lopes intentó entrar a grabar a una favela. Lo mismo queremos hacer nosotros. A él lo asesinaron.

Silencio. No hablábamos. Silencio.

Subíamos y solamente Pato interrumpía para decirme que no me quedara atrás. Mis ojos se perdían entre los hombres armados. Entre las calles angostas. Entre los jóvenes con pistola en mano. Silencio. Nos tomamos una cerveza al lado de “la boca” en la favela Cantagalo, donde Pato y Yoli habían sido moradores. Afuera todos armados hasta lo dientes. Un hombre negro indignado gritaba por radio y daba instrucciones. Portaba una M16 brillante. Cruzadas tenía dos armas en su pecho. El resto, todos, con armamento recortado. Yo transpirando sin polera solamente pensaba que en mi mochila tenía una cámara pequeña. Temía que me ordenaran abrirla y que se percataran de que era periodista. Decidimos bajar. Gelo nos llevó por las escondites que toman los bandidos para escapar de la policía. En una especie de túnel muy estrecho nos encontramos con un grupo de ellos. Con gritos y con armas en mano nos preguntaron de dónde éramos, qué hacíamos…Gelo les dijo que era morador. Le preguntaron por nosotros. Pato dijo que era morador y yo tímidamente dije lo mismo. Nos pusieron a un costado mientras cerca de 8 o 10 hombres armados incluso con granadas en el pecho pasaban frente a nosotros. Luego seguimos bajando. Nerviosos. Con la adrenalina a mil. En silencio. En silencio que marca, que duele, que hace reflexionar.

En la noche conocí a Gladys. Una mujer brasilera que habla muy bien el español, ya que estuvo casada con un chileno. A él lo mataron en la favela solamente porque a uno de los del bando no le caía bien. Murió de un disparo y dejó a Gladys con tres hijos. Ellos terminaron viviendo en la playa. Duchándose en las duchas para refrescarse y luego partir al colegio. Hoy dos de sus hijas estudian en la universidad. Su relato es conmovedor y tremendamente revelador del nivel de violencia que existe.






No hay comentarios:

Publicar un comentario